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Este viernes se cumple un año del inicio de la cuarentena en el país

El 19 de marzo de 2020, a las 21:17 horas, el presidente Alberto Fernández anunciaba el inicio del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio en todo el país hasta el 31 de marzo. Pero esta fecha límite se extendería más de una vez.

El presidente Alberto Fernández estaba rodeado de gobernadores aliados, como el bonaerense Axel Kiciloff y el santafesino Omar Perotti, pero también otros de la oposición: el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, y el jujeño Gerardo Morales, en esa conferencia de prensa donde anunció el inicio del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio.

Aunque todavía no había distancia social ni era obligatorio el uso de barbijos, la imagen daba cuenta de la gravedad de la situación en la que el mundo y el país se verían inmersos tras el avance del coronavirus.

«A todos los argentinos, a todas las argentinas, a partir de las cero horas de mañana, deberán someterse al aislamiento social, preventivo y obligatorio», fueron las palabras del presidente. Este 19 de marzo, cuando el reloj marque las 21.17, se cumplirá un año de ese anuncio.

Por primera vez, y a pesar de cualquier diferencia, los medios gráficos y electrónicos de todo el país publicaron una misma tapa: «Al virus lo frenamos entre todos. Viralicemos la responsabilidad».

Desde Asia y Europa llegaban imágenes e historias aterradoras y desesperantes: hospitales del primer mundo colapsados, ciudades cerradas, familias completas enfermas y devastadas por el duelo de uno -o varios- seres queridos, morgues sin espacio, cadáveres que debían esperar en sus propias casas durante varios días entes de poder ser enterrados, con un sistema sanitario incapaz de manejar la cantidad de casos de covid-19 que lo desbordaba.

«Esto quiere decir que a partir de ese momento, nadie puede moverse de su residencia, todos tienen que quedarse en sus casas, es hora de que comprendamos que estamos cuidando la salud de los argentinos», dijo Fernández desde la Quinta de Olivos durante esa primer conferencia sobre el aislamiento.

Médicos y enfermeras comenzaban a convertirse en héroes, la gente encerrada en sus viviendas comenzó a convertir ventanas y balcones en los nuevos espacios públicos, lugares de encuentro para sentirse acompañados y regar diariamente la esperanza con canciones, banderas, o cualquier actividad que supusiera generar un vínculo con el otro, obligatoriamente alejado para evitar que «la curva de contagios» se desmadre.

Esa primera cuarentena, que en principio tenía una fecha de caducidad cercana, fue el primer acercamiento a un aislamiento que terminó prolongándose por meses, y que mezcló la satisfacción de saber que estábamos «aplanando la curva», que el mundo bajaba sus niveles de contaminación, que los animales silvestres recuperaban los espacios de los que habían sido desplazados, con el miedo a una economía paralizada, la incertidumbre sobre el futuro, sobre el tiempo que nuestra cotideaneidad de vería alterada, sobre cuándo iba a terminar todo eso…

Cuando el covid-19 era una enfermedad que únicamente ponía en alerta a China y que desde el otro lado del mundo sólo leíamos en las noticias, cuando el alcohol en gel sobraba en las góndolas, los barbijos no eran accesorios de uso masivo, y la palabra pandemia era una sombra que se asomaba lentamente, una revista científica le dedicó una edición a explicar los efectos que tiene en el ser humano el aislamiento prolongado.

«Estrés postraumático, confusión e ira» eran los tres principales efectos psicológicos negativos que en febrero de 2020 la revista científica británica The Lancet publicó tras relevar más de 3000 papers publicados con anterioridad.

Frustración, aburrimiento, miedo a pérdidas económicas, a enfermarse, al estigma de enfermarse, a que la cuarentena se extendiera, a quedarse sin suministros… estaban citadas como las causas mas usuales de estrés.

«Se demostró con frecuencia que el confinamiento, la pérdida de la rutina habitual y la reducción del contacto social y físico con los demás causaban aburrimiento, frustración y una sensación de aislamiento del resto del mundo, lo que resultaba angustioso para los participantes», definía The Lancet.

«Teníamos una sensación ambivalente», recordó en diálogo con Télam el asesor presidencial Eduardo López sobre aquellos días de marzo en que dejar de compartir el mate, saludar sin un beso o llevar barbijo parecía algo imposible.

«Había que tomar medidas para una pandemia que no se sabía como era, de hecho fue todo muy impredecible y hay que recordar todas las críticas terribles que hubo en ese momento», sostuvo, considerando que el aislamiento «sirvió porque hubo una mortalidad bastante aceptable».

Mientras los líderes de algunos países insistían que el coronavirus iba a desaparecer como por arte de magia, como Donal Trump, otros consideraban que era una «gripecita», como el brasileño Jair Bolsonaro, o que con lavarse las manos era suficiente, como el primer ministro británico Boris Johnson. La opinión de éste último cambió cuando le tocó atravesar esta enfermedad desde la terapia intensiva de un hospital, con la angustiante sensación de no poder respirar. El tiempo luego mostró que los países donde se había desestimado el impacto de la pandemia encabezaban los rankings de contagiados y muertos.

Pero las cuarentenas extendidas tienen su lado negativo, porque la gente tiende a romperlas, y la frustración y la angustia alcanzan niveles que los individuos no pueden manejar racionalmente y que tienen efectos que alcanzan al colectivo y que perduran en el tiempo.

Pero el ser humano es un ser fundamentalmente social, y no puede funcionar encapsulado. Por eso en este 2020 se reescribieron todas las fórmulas de sociabilizar, de contacto interpersonal, la virtualidad y las videollamadas fueron protagonistas, los tapabocas ya son accesorios obligados, los mates se transformaron en un ritual semi individual donde lo único que se comparte es el termo. Y avanzamos en una «nueva normalidad» sin fecha de caducidad, pero que se reconfigura día a día.

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